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“Tendríamos que empezar

juntos el año 1816..."



Era el tiempo de la búsqueda, el tiempo de la elección, el momento de la Providencia, y también del Espíritu; era el amanecer de una nueva época, llena de incertidumbres y también de alegría, cuando bastaban unas palabras llenas de vida para decidirse a emprender un camino. Era el florecer de la esperanza; del gozo en la bendita pobreza, cuando sin tener prácticamente nada, todo lo poseían.


No fue un jueves cualquiera

Aquel 25 de enero de 1816, fiesta de la conversión del apóstol San Pablo, no fue un jueves cualquiera. Los primeros Misioneros de Provenza se reunieron en el que sería su nuevo hogar, para concretar el reglamento que iban a seguir. Tempier había llegado a Aix semanas antes, tras las fiestas de Navidad; Eugenio dejó ese día definitivamente la casa materna para ir a vivir a la de la misión; Icard probablemente llegó también el mismo 25. Mie y Deblieu se incorporaron semanas después, justo antes de que diera comienzo la primera misión en Grans. Maunier, que ejercía su ministerio sacerdotal en Marsella, no completaría su adhesión a la comunidad hasta la mitad del mes de marzo, aunque ya el Fundador le había persuadido para que formara parte de ella. 


Así quedó formado el grupo de los primeros misioneros que pidió a los Vicarios Generales de Aix autorización para vivir  “en comunidad”, “bajo una Regla”, en la Sociedad “en la que se proponen perseverar toda la vida”. Esta petición, conocida como la “Súplica”, es el primer documento oficial de la Congregación, y se encuentra en los Archivos de la Casa General en Roma. Tiene un valor extraordinario, porque recoge la inspiración que Eugenio transmitió a sus primeros compañeros. Se conservan dos documentos escritos de puño y letra del Fundador, el primero de ellos es un borrador del segundo, que es el auténtico, con fecha de 25 de enero de 1816. 



La Súplica, en apenas tres hojas, recoge los fundamentos sobre los que se edifica la vida y misión de la primera comunidad, armonizando bellamente el binomio ser-hacer. Comienza recordando la idea que dio origen al proyecto de una Sociedad de sacerdotes y el fin que se propone alcanzar. La Súplica manifiesta los profundos sentimientos que animaron a los oblatos: infinitamente conmovidos por la falta de fe de las gentes, enamorados de las misiones, deseando responder a la vocación recibida y trabajar por el bien de la Iglesia y su propia santificación.


¿Qué nos dice este texto hoy a nosotros, 208 años después de que fuera escrito? 

En primer lugar podemos ver en él una invitación a tener una mirada de fe sobre el presente, ver la situación actual de la Iglesia y en concreto de los lugares en los que nos encontramos y preguntarnos ¿Qué situaciones de la Iglesia me conmueven hoy? ¿Qué respuesta tenemos que dar nosotros? ¿Qué debemos hacer? Eugenio y sus primeros compañeros se dejaron interpelar por los signos de los tiempos, observaron las necesidades que había a su alrededor y respondieron a la llamada del Señor, reuniéndose a vivir en comunidad, para dedicarse principalmente a las misiones y alcanzar la santidad.  En segundo lugar, la importancia de no descuidar nuestra relación con el Señor. Los misioneros no debían ser solo predicadores, sino que en la mente del Fundador, debían ser verdaderos apóstoles animados por el Espíritu de Dios y adornados de todas las virtudes religiosas. En una palabra debían trabajar sin descanso para alcanzar la propia santidad. 



La aprobación de los Vicarios generales no se hizo esperar. Llegó cuatro días después del 25 de enero, firmada por el Sr. Guigou, Vicario capitular con quien el Fundador mantenía una cercana relación y al que tenía informado de todos sus pasos. Eugenio estaba completamente convencido de lo que Dios le pedía. Al recibir la aprobación para comenzar a vivir en comunidad, ve cumplidos los deseos que se habían sembrado en su corazón: “tendríamos que empezar juntos el año 1816” escribía al P. Tempier en una de sus primeras cartas, y así fue, porque la felicidad les estaba esperando en esta Sociedad que tendría un corazón y una sola alma.



Pensar en lo que hoy celebramos, me evoca otra fecha muy significativa para mí, el 14 de septiembre de 1997, cuando las primeras Misioneras oblatas nos reunimos a vivir en comunidad en la Casa de Espiritualidad Emaús. A menudo me pregunto cómo fuimos capaces de dar ese paso. Había algo de locura en nuestra decisión, mas había mucho amor. Las cosas del Espíritu son así. Dios había puesto en nuestro corazón un deseo infinitamente mayor a todo lo que hubiésemos podido imaginar. Bastó un sí, frágil, pobre y confiado para dar comienzo a esta aventura, porque

“Dios normalmente elige a lo débil, a lo pequeño, a lo que no puede, para manifestar su amor”

(De la homilía de la eucaristía de clausura por los 25 años del nacimiento de las Misioneras Oblatas de María Inmaculada del P. Luis Ignacio Rois Alonso, omi, Superior General).



Marimar Gómez, omi

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