Mes de mayo, mes de María. Es un mes lleno de celebraciones cristianas, mes de primeras comuniones y para la familia oblata es también el tiempo en el que celebramos la fiesta de San Eugenio de Mazenod y la memoria del Beato José Gerard. Este mes agradecemos al P. Diego Saez Martín, omi, Postulador General de los Misioneros Oblatos, que comparta con todos nosotros esta hermosa reflexión sobre el amor y la devoción a la Virgen María propia de nuestra familia carismática que nace del corazón y experiencia de San Eugenio.
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En muchas de las ocasiones cuando me presento en algún sitio como Oblato de María Inmaculada, por ejemplo, en alguna sacristía pidiendo permiso para concelebrar o por la calle o haciendo la fila para entrar en algún sitio, la gente allí presente me pregunta curiosa, quizá por verme vistiendo el hábito (cf. C.64) o la cruz oblata, sobre quién soy y a qué Instituto pertenezco. En esos momentos hago frecuentemente la experiencia de que, al decir el nombre de mi congregación, la respuesta ha sido un iluminarse el rostro de mi interlocutora (normalmente mujeres, quizá más curiosas o dispuestas a las relaciones) y decir: “¡Qué bonito! ¿Podría decirnos alguna palabra sobre la Virgen?”. Al principio de mi vida ministerial ello me creaba cierto apuro, puesto que ya en mi formación, o incluso antes de entrar en la Congregación, oía decir a muchos oblatos que, propiamente, no somos una Congregación mariana, sino que el centro de nuestra espiritualidad es Jesucristo. Así que la respuesta “aprendida” en las situaciones que he descrito antes era intentar desenredar como podía el malentendido y evitar falsas expectativas por parte de la gente… Con el paso de los años en mi vida oblata he ido percibiendo con mayor profundidad que las esperanzas de la gente son justas, legítimas, hermosas y totalmente de acuerdo con nuestro carisma oblato y con nuestra misión.
Un pasaporte al cielo
“¿Cómo no lo hemos pensado antes?” “¡Oblatos de María Inmaculada!” “¡Nuestro nombre es un pasaporte para el cielo!” “¡Ese nombre satisface al corazón y el oído!” Estas son algunas de las expresiones de san Eugenio ante nuestro nombre recién cambiado en diciembre de 1825 en el proyecto de Regla que finalmente fue aprobada por el Papa León XII el 17 de febrero de 1826 (cf. Escritos Oblatos 6, nº 213). ¿Qué querían decir esas palabras misteriosas de “cómo no lo hemos pensado
antes”? ¿Acaso tenían los Misioneros de Provenza alguna poderosa razón para haber pensado en ese nombre mucho antes? Al parecer sí. Probablemente fuera una razón bien conocida para Eugenio y para el destinatario de su carta, el padre Tempier y los primeros oblatos. Y debía de haber sido algo tan claro como para que ni siquiera Eugenio tuviera necesidad de nombrar el motivo en su carta: ya les resultaría evidente a los que iban a leer sus palabras. ¡Quedaban aún unos 30 años para la proclamación del Dogma de la Inmaculada! De hecho, la nuestra fue la primera congregación de la
Inmaculada jamás aprobada por un Papa. ¿Por qué debía resultar tan cierto a Tempier como para lamentarse de no haber pensado antes en ello e, incluso, para decir que de no habernos finalmente llamado Oblatos de María Inmaculada habría sido como robarle la gloria que Ella merece? En efecto, Eugenio llegó a escribir: “perjudicábamos a nuestra Madre, a nuestra Reina, a la que nos protege y que debe obtenernos todas las gracias de las que su divino Hijo la ha hecho dispensadora” (ídem). Quizá no encontremos nunca un escrito que nos clarifique esta cuestión, pero es claro que Eugenio estaba pensando en algo muy concreto que hacía evidente, al menos para él, la necesidad de que los Misioneros llevaran el nombre de María Inmaculada. Personalmente, yo estoy convencido de que, quizá entre otras experiencias, aquella ante la Virgen Oblata, la Virgen de la Sonrisa, hizo que en el corazón de Eugenio quedara claro el ligamen profundo, íntimo, tierno, materno entre los Misioneros y la Inmaculada. Somos suyos, porque Ella misma nos ha escogido e hizo superar aquellas dificultades de 1822 y 1823 que pusieron en peligro nuestra misma existencia. Somos suyos porque, en palabras de Eugenio, nos había estado protegiendo hasta entonces y, en adelante, aún debía alcanzarnos todas las gracias necesarias de su Hijo.
¡Y qué voces!
Creo que para los que vivimos en la Casa general es una gracia poder tener a diario aquella misma imagen. Confieso que cada día, especialmente la tarde, mi corazón y hasta los pelos de mi piel se estremecen cuando cantamos juntos ante esa imagen de la Inmaculada. Oír detrás de mi (me siento en el primer banco) las voces de todos los oblatos que se funden en una para alabar a nuestra Madre es algo que no se puede expresar con palabras. ¡Y qué voces! En ellas se siente un amor especial, una delicadeza particular, una ternura singular que, al menos yo, no percibo en ningún otro canto que hacemos, ni siquiera durante la Eucaristía. Además, estoy convencido de que todos somos conscientes de que, por un privilegio, nosotros damos voz a toda la Familia Oblata que, por medio de nosotros, quiere cantar cada día las glorias de María en todas las partes del mundo.
Por Ella espero lo mejor de Dios
Oblato de María. Así firmó san Eugenio cuando, tras volver de Roma en 1826, renovó sus votos junto con sus compañeros tras haber sido aprobadas las Constituciones y Reglas. La mayor parte firmó “Oblato de María”, alguno, los menos, firmaron con el título completo: “Oblato de María Inmaculada”. Yo también soy Oblato de María, de la
Inmaculada. Mi oblación es inseparable de María. Soy de Ella. Vivo con Ella. Por Ella espero lo mejor de Dios y lo mejor de mí. Si en Ella triunfó Cristo, también podrá triunfar en mí. Siento día tras día que ya está triunfando. Y cuando me cuesta fatiga, vuelvo mis ojos a Ella, mi Madre (cf. C.10) y la Salvaguardia de mi vida consagrada (C.13). Y la gente, el pueblo de Dios, que tiene una sensibilidad especial para reconocer con sencillez verdades profundas, al oír mi nombre sabe reconocer que, como Oblato de María, puedo decir una palabra inspiradora sobre Ella.
Volviendo a la anécdota del principio, Eugenio ya sabía bien que, en adelante, María Inmaculada iba a estar presente en nuestra misión desde el mismo momento en que nos presentáramos ante los demás. Y san Eugenio contaba con ello. Hablar de María Inmaculada nos permite hablar de Aquél que triunfó en Ella de un modo sublime y excepcional, desde el mismo inicio de su existencia (cf. C.10). Jesucristo Salvador triunfó en Ella, se coronó de gloria en Ella del mismo modo en que, un día, al final de nuestra existencia terrena, también triunfará en nosotros. Así, pues, hablar de María Inmaculada es tan fácil como compartir con los demás lo que Ella misma hace en nosotros cada día cuando nos toca el corazón.
¡Alabado sea Jesucristo! ¡Y María Inmaculada!
P. Diego Saez Martín OMI
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