¿Tengo que amarme también a mí mismo?
Estoy segura de que, si hiciéramos una encuesta con esta pregunta a la sociedad de hoy, podríamos llegar hasta a un 99% donde la respuesta sería afirmativa. Hoy en día, pocos dudan que tengamos que amarnos a nosotros mismos. Es más, a veces es una máxima que emerge con pretensión de un imperativo dominante en nuestra vida. El “quiérete y busca tu bienestar” nos envuelve por todas partes. Aún así, para los cristianos esta pregunta puede suscitar perplejidad. ¿Cómo compaginarlo con el olvido de sí mismo y entrega desinteresada al otro a la que nos invita la fe cristiana? La respuesta dependerá en gran medida del concepto de amor que tengamos, como hemos visto y explicado en el artículo anterior aunque habrá que ahondar más en el tema.
Jesús en el Evangelio no niega que nos amemos a nosotros mismos. Quizás la pregunta que tengamos que hacernos es otra: ¿cómo amarme a mí mismo? Porque hay muchas maneras; gimnasios, pantallas, cursos de diversa índole, tipps, frases como: “encuentra tu mejor versión” o “lo imposible no es un hecho, es una opción”- lo vemos a diario, participamos en ellos y los practicamos. ¿Qué tal los resultados? Si seguimos la encuesta con esta segunda pregunta, el porcentaje y las respuestas ya variarían bastante. ¿Por qué? Quizás porque nuestra experiencia nos enseña que hay cosas para las que no basta el empeño y el esfuerzo personal. Hay cosas que no se conquistan, se reciben. Lo de sentirse amado para amar vale también para el amarse a uno mismo. Puede resultar sorprendente. ¿Para amarme a mí mismo es necesario que otros me quieran? ¿No sería más bien al revés?
Mirad@s
Un río estancado tiene poca vida, se vuelve verde, huele mal y no atrae. Un río con agua viva necesita una fuente, un cauce y desembocar normalmente en un lago o en un mar. Lo mismo pasa con el amor. El amor al principio no nos lo fabricamos por nuestra cuenta, lo recibimos. Es la mirada amorosa que nos dirige nuestra familia cuando somos bebés que forja en nosotros la confianza en uno mismo, la autoestima. Esto dice la psicología. No obstante, basta mirar a nuestro alrededor para constatar la fragilidad de esta mirada y este amor. Día a día somos testigos de diferentes dramas familiares. Entonces, ¿qué? La mitad del mundo o más, ¿estaría en el lado de la desgracia?
Benedicto XVI al comienzo de la encíclica “Deus caritas est” definió el cristianismo como una experiencia de amor recibido, citando al evangelista Juan: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4, 16). Hay una mirada que precede a todas las miradas y salva la fragilidad del amor humano. La mirada con la que nos ha mirado Dios, cuando en el seno materno nos tejía (cf. Sal 138). Y no por lo bien que hemos hecho las cosas, sino gratuitamente, desde siempre. Es la primera mirada sobre nosotros y su reflejo lo reconocemos en lo profundo de nuestro corazón, como lo más verdadero de nosotros mismos. Y bajo la luz y el calor de esta mirada se abre en nosotros un espacio para amarnos de verdad. Y amarnos bien. ¿Qué ha visto Jesús en el buen ladrón para decirle que hoy estaría con Él en el paraíso? (cf. Lc 23, 42-43) ¿Qué veía en Pedro cuando después de que éste le abandonara, le preguntara si todavía le ama y le confiara el pastoreo de sus ovejas? (cf. Jn 21, 15-18) ¿Cómo miraba Maximiliano María Kolbe al padre de familia por el que decidió sacrificar su propia vida? Veían al otro digno de amor, digno de ser amado. Esa es la mirada de Dios sobre nosotros. Y ése es el secreto de nuestra fe y también para amarnos a nosotros mismos. Si Dios me ha mirado con tanto amor, aunque no he hecho nada, ¿cómo puedo yo despreciarme? La mirada primigenia de Dios sobre el hombre es la fuente para amarse uno mismo. A esta fuente hay que volver una y otra vez, igual que hay que cargar el móvil para mantenerse comunicado.
El agua del río
Un río con agua viva, además se junta con otros ríos o desemboca en el mar, como hemos dicho más arriba. Nuestras vidas están entrelazadas con la vida de otros: familia, amigos, acompañantes, personas que nos marcan y son autoridad para nosotros. Y los necesitamos también para amarnos bien a nosotros mismos. Si antes hemos echado una mirada hacia nuestro interior para encontrar la fuente, ahora tenemos que lanzarla hacia fuera. ¿Qué pasaría si preguntáramos a las personas importantes en nuestra vida, qué valoran de nosotros? ¿Habría sorpresas? Quizás merece la pena intentarlo. Las personas que nos quieren nos conocen como somos: nuestras luces y sombras. Se alegran por las luces, aceptan y soportan las sombras. Son personas-hogar, como decía un amigo. Podemos pasearnos con ellos “en pijama”, sin máscaras. ¡Qué importantes son! Su mirada y su amor nos enseñan cómo nos tenemos que querer y qué dones tenemos para regalar y hacer felices a los demás.
Por último, deberíamos echar una mirada a nosotros mismos. Sin perder la mirada de la fuente, ni tampoco la de la desembocadura. ¿Cambia algo si me miro con estas lentes? Quizás todavía encuentro en mis magulladuras o heridas imperfecciones que no acepto y que me veo feo y que, si pudiera, me las quitaría. Hay cosas que podremos pulir, maquillar, suavizar, otras no. Estarán ahí, porque forman parte de nuestro ser. ¿Qué hacer?
Un día vi en el banco de la iglesia a un niño que daba besitos al brazo de su madre, que tenía la herida cubierta con una tirita. Miraba con ternura esta herida y la acariciaba con amor. No dudo que fue lo que tantas veces su madre ha hecho con él. La curación del abrazo, de la ternura, del perdón. La imperfección seguirá ahí, pero dolerá menos, está comprobado. Y, ¿por qué no intentar este trato también con nuestra propia fragilidad? Quizás por una vez, en lugar de querer superarla, no intentar abrazarla, acogerla y perdonar mi propio límite y debilidad. Esto también es amar y cuidar mi propio cauce.
Volviendo a la pregunta inicial de ¿cómo puedo amarme a mí mismo?, tendremos que aterrizar nuestras propias respuestas, pero quizás el río nos puede ayudar: con su fuente, cauce y desembocadura.
Paulina OMI
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