En una de una de nuestras Constituciones más nucleares, la Constitución 2, hablamos de cómo deseamos seguir a Jesucristo.
Es un deseo acogido en nuestro corazón para ser sus cooperadoras, que va más allá de nuestras solas fuerzas y capacidades. Es un don que exige apertura de mente y corazón. Decimos: “Esforzándose por reproducirle en la propia vida, se entregan obedientes al Padre, incluso hasta la muerte…”. Entrega, oblación, en obediencia, hasta la muerte. Oblación vivida en obediencia, como hijas de Dios a imagen del Hijo. Oblación que sostiene el celo apostólico. Oblación renovada en las exigencias de la misión. Oblación que apunta a un amor hasta el extremo, no por circunstancias extraordinarias de persecución, sino por la llamada a vivir lo cotidiano desde la raíz de la entrega.
San Pablo en la carta a los Romanos lanza una exhortación radical de nuestra fe: “Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, este es vuestro culto razonable” (Rm 12,1). Presentar nuestro cuerpo, todo lo que somos, supone carne y espíritu, ya que la llamada integra lo más humano y lo más divino. Aquí tocamos el principio de la Encarnación: la llamada es totalizante, abarca todas las dimensiones, y apunta a un horizonte de plenitud. Entrega de lo que somos vivida en el día a día, en medio de lo ordinario, como hermanas de la misma comunidad y al servicio de los hermanos que somos enviadas con amor desinteresado (cf. C.2).
La radicalidad evangélica que acogemos en la oblación se da plenamente en Jesucristo, único Oblato, que entrega su vida hasta la muerte y una muerte en cruz. ¡¡¡Cuantos hombres y mujeres en la historia, también oblata, han encarnado esta sublime vocación a la que se nos llama!!!
Este eco me resuena desde diferentes rostros y voces en este tiempo. Son testigos, como bien recoge el término “mártir”, de una entrega hasta la muerte. Sea de modo cruento hasta el derramamiento de su sangre, o no cruento, el martirio de la caridad, hay una misma llamada de raíz: la entrega de la vida por Cristo, con El y en El.
San Eugenio de Mazenod exige “a quien quiera ser de los nuestros, celo ardiente”, “amor oblativo”, amor preferencial por los más abandonados. Amar sin medida, amar con la medida del amor de Cristo: hasta dar la vida. Por eso exigía que cada Oblato estuviera dispuesto a dar la vida. Y si se da con derramamiento de sangre, tenemos el martirio u oblación cruenta, la oblación suprema. Por eso Eugenio deseaba para sí mismo la gracia del martirio. Fue una de las intenciones de su primera Misa. Pedía “la perseverancia final, y también el martirio, o al menos la muerte en la asistencia a los apestados”. Porque, “el martirio de la caridad no tendrá menor recompensa que el martirio de la fe” (26.01.1854: carta a un misionero, enfermo grave).
Otros testigos de la familia oblata son los Mártires oblatos de España, los cuales hacemos memoria en estos días. Recogemos un breve testimonio, de uno de los 23 mártires. Son palabras textuales de uno de los Mártires, Gregorio Escobar, en una carta escrita a su familia cuando se estaba preparando para la ordenación:
“Siempre me han conmovido hasta lo más hondo los relatos de martirio. Siempre, al leerlos, un secreto deseo me asalta de correr la misma suerte. Ése sería el mejor sacerdocio al que podríamos aspirar todos los cristianos: ofrecer cada cual a Dios el propio cuerpo y sangre en holocausto por la fe. ¡Qué dicha sería la de morir mártir!”.
El deseo del corazón de uno de los jóvenes oblatos de este tiempo a vivir la oblación total se expresa bellamente hasta el martirio. Para nosotras, aliento y testigo valiente de nuestra llamada a ser oblatas desde la realidad que nos toca vivir en nuestro siglo.
Y quisiera recoger un último testimonio de una mujer que me ha sobrecogido en una lectura realizada este verano. No es de la familia oblata, ni siquiera es católica: Etty Hillesum. Su testimonio me ha conmovido profundamente. Es judía, vivió el holocausto de Auschwitz, como una de tantos desaparecida en anonimato hasta que sus escritos has sido publicados 40 años después de su muerte. En su proceso de interior, Dios entra hasta lo más intimo de su intimidad, en medio de las vicisitudes de su tiempo y de su proceso personal; podemos leer esta experiencia de entrega de sí para Dios y los hermanos, al final de su corta vida, un año antes de sufrir la muerte:
“La fuerza, el amor y la confianza en Dios que tenemos en nosotros mismos y que en estos últimos tiempos crecen tan maravillosamente en mí, tenemos que mantenernos constantemente dispuestos a compartirlos con todo el que se cruce, aunque sea por casualidad, en nuestro camino, y los necesite…Incluso del sufrimiento se pueden sacar fuerzas… Hay que elegir: pensar en nosotros mismos sin preocuparnos de los demás, o distanciarnos de nuestros deseos personales y entregarnos. Y para mi esta entrega de uno mismo no es una resignación, un abandono a la muerte. Se trata, más bien, de sostener la esperanza donde me sea posible y donde Dios me ha puesto”. (Cf. Etty Hillesum, Itinerario espiritual, Paul Lebeau)
Esta realidad de la “oblación y martirio” que resplandece en tantos rostros, brilla en uno de los himnos recogidos en la liturgia de los mártires. Bello himno en el se puede vislumbrar también que significa ese martirio de la caridad, del que Eugenio hablaba desde el inicio de su vocación:
“Martirio es el dolor de cada día,
si en Cristo y con amor es aceptado,
fuego lento de amor, que en la alegría,
de servir al Señor es consumado”.
Irene Aguilar OMI
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