Nuestra humanidad está clamando al cielo. Está herida. Tantas situaciones de
mal de diferentes órdenes nos van acompañando a nuestro alrededor: familias rotas por violencias y abusos; adicciones al alcohol y a diferentes sustancias tóxicas, a las nuevas tecnologías y a la pornografía; diferentes consecuencias del paso de la pandemia como la soledad y el miedo; inmigrantes que huyen en pateras y muchos sucumben en el mar; guerras y refugiados en diferentes países que no son noticia; hasta la violencia desatada hasta el extremo entre pueblos hermanos, Ucrania y Rusia, dejando tantas víctimas inocentes, niños, mujeres, ancianos, hombres obligados a luchar por defender su dignidad y patria.
No fue indiferente
El dolor, el sufrimiento en este último tiempo se ha convertido en grito que nos
atraviesa el corazón, nos toca tan fuerte que brotan tantos sentimientos de impotencia,
dolor. “Estoy exhausto de tanto gritar (…) de tanto esperar a mi Dios. Más numerosos
que los cabellos de mi cabeza son los que me odian sin motivo; más fuerte que mis
huesos, los que me atacan sin razón” (sal 69, 4-5). ¿Cómo dejamos que nos toquen las
heridas de tantos hermanos nuestros, más cercanos, más lejanos?
Nuestro Dios en la historia de salvación no fue indiferente ante la esclavitud y el clamor del pueblo de Israel:
«Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos” (Ex 3, 7).
Vio, escuchó, se dejó tocar y actuó en favor de este pueblo. Su corazón se conmueve y se mueve a la acción. Es tanto así que va preparando un pueblo para acoger al Hijo de Dios hecho uno de nosotros, carne de nuestra carne. Su carne humana toca nuestra humanidad hasta el punto de hacerse uno de tantos. Hasta aceptar en obediencia amorosa entrar en nuestra historia y desposarse con nuestra débil carne, herida por el pecado. Hasta el extremo de entregar su cuerpo y su sangre, su vida en la Cruz por
nuestra salvación. “Sus heridas nos han curado” (1 P 2,24). Esta oblación de Jesús vivida y celebrada en cada Eucaristía nos abre una nueva realidad: la posibilidad de “tocar” su cuerpo herido en su muerte y transfigurado en su resurrección.
Se deja tocar
San Pablo nos dice en la Carta a la comunidad de Corinto y recogemos en
nuestra C.4: “Si llevan “en el cuerpo la muerte de Jesús”, es con la esperanza “de que también la vida de Jesús se manifieste en su cuerpo” (2 Cor 4,10)”. ¿Cómo podemos portar las heridas de Jesús hasta su misma muerte? La experiencia de dejarse tocar por las heridas de nuestra humanidad sufriente es camino de esperanza para que la vida nueva que trae el Resucitado también se manifieste en nuestra carne.
Eugenio de Mazenod va a dejarse tocar por muchos heridos de su tiempo. Descubre una juventud que ha perdido todo sentido de su vida, “porque se fomenta la impiedad, las malas costumbres, por lo menos, son toleradas, el materialismo es estimulado y aplaudido.” Ante tal estado de cosas, es menester actuar: “¿Había que contentarse, triste espectador de este diluvio de males, con lamentarse en silencio, sin poner algún
remedio?”. No es indiferente. El servicio de la juventud pasa a ser su preocupación
principal: “Trabajaré también por la juventud; procuraré, trataré de preservarla de los
males que la amenazan”. Y eso, cualesquiera que sean las consecuencias: “La empresa
es difícil, no lo niego, incluso no es sin peligro. Pero nada temo porque pongo toda mi
confianza en Dios, busco sólo su gloria y la salvación de las almas”.
Llamadas a tocar y dejarnos tocar por esta humanidad sufriente para que toquen a través del cuerpo de Cristo, la Iglesia, las heridas de Jesús Crucificado y resucitado, heridas que en los sacramentos y en las obras de misericordia se transforman en fuentes de esperanza y de vida.
Irene omi
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