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Nuestra vida entera, ¿es oración?

Estamos en Cuaresma, camino hacia la Pascua de Jesús. Uno de los medios que propone la Iglesia para preparar el corazón, para hacer camino y acompañar a Jesús, es cuidar la vida de oración. Mucha literatura se ha escrito sobre el tema; grandes autores, y especialmente grandes místicos, como Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, son maestros de oración. Quizá leerlos y contemplar algo de su experiencia sería el mejor camino.


Por la llamada vocacional en el carisma oblato que hemos experimentado, nuestra identidad se fundamenta en ser mujeres apostólicas, es decir, como las mujeres del Evangelio que acompañaban a Jesús (cf C.3). Como ellas hemos experimentado el amor sanador y salvador de Jesús que nos ha cautivado para entregarle como oblación la vida recibida, a Él, en comunidad fraterna y aquellos a quienes nos envía. Desde esta llamada, es claro que no somos monjas de clausura, ni nuestra vida tiene un ritmo monástico.


Sin embargo, decimos en nuestra C.32 que toda nuestra vida es oración. Quizá sea muy pretencioso de nuestra parte: ¿Todo lo que hacemos podemos llamarlo oración? ¿Desde dónde lo hacemos? En medio de mi quehacer diario, mis alegrías, mis inquietudes y sufrimientos, ¿me siento en relación con Dios? ¿Puede ser una oportunidad de mirar y examinar mi vida a la luz de lo que Jesús nos pide en este camino cuaresmal?

Mirar de cerca la vida de Jesús.

Miremos a Jesús: un día de su vida pública, ¿qué hacía? ¿cómo vivía? ¿desde dónde nacían sus obras? ¿cómo vivía sus relaciones? Entremos en un día cotidiano de Jesús. En el evangelio de Mateo 14,13ss, podemos ver una secuencia de acciones en el relato: Jesús se entera de la muerte de su primo, Juan el Bautista, en manos de Herodes. ¿Qué sentiría su corazón?


Me es fácil imaginar a Jesús llorando por la muerte de aquel que le había bautizado en el Jordán, aquel con el que saltó de gozo en comunión en aquel encuentro de sus madres… Y “marchó de allí en barca, a solas, a un lugar desierto” (Mt 14,13). ¿Cómo sería su oración en este momento desde el dolor por la pérdida de su querido primo? “Al desembarcar, vio una multitud, se compadeció de ella y curó a los enfermos” (Mt 14,14). El dolor no le encerró en sí mismo, su necesidad de soledad y de oración a solas, le preparó para seguir respondiendo en su misión.


Jesús de compadece de los pobres.

Conmovido por los pobres y enfermos, actuó desde ese corazón orante, capaz de mirar la realidad y actuar con entrañas de misericordia ante los necesitados que le buscaban. Y no actúa solo. Viendo la gran necesidad que conlleva tiempo y esfuerzo, se hace tarde e invita a los discípulos a actuar: “Dadles vosotros de comer” (Mt 14, 16). Aconteció el milagro de los panes y los peces: “Comieron todos y se saciaron y recogieron doces cestos llenos de sobras” (Mt 14,20).


Tras un día lleno de actividad, de darse y entregarse a las multitudes, “después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar” (Mt 14,23). ¿Qué llevaría en el corazón ante su Padre sino todo lo vivido con esta humanidad necesitada y vulnerable con la que vivió ese día? Rostros de enfermos, hambrientos y sedientos; rostros de sus discípulos, asombrados del milagro eucarístico y y exhaustos ante la necesidad tan ingente que tienen que afrontar y que les va preparando a que será la misión de la Iglesia. Jesús mismo necesita estos momentos de estar a solas con su Padre para escuchar y poner su misión en manos de Aquel que le ha enviado.


El tiempo de oración nos da vida.

La integración “oración-vida” en Jesús es nuestra escuela. El mismo lo vive y nos lo pide: “Velad, pues, orando en todo tiempo” (Lc 21, 36). Podemos reconocer tres elementos necesarios para vivir en actitud de oración constante en medio de la vida apostólica:


  • Cuidar determinados tiempos de soledad, de retirarnos diariamente para encontrarnos con El y escucharle y ponerle a todos los que llevamos en el corazón. Al igual que en cualquier relación de amor, necesitamos tiempos de estar con la persona amada, así necesitamos para que nuestra vida sea oración. Amamos a la persona amada, esté presente físicamente o no, pero necesitamos estar juntos en algunos momentos para compartir ese amor mutuo.

  • Dejarnos interpelar por los misterios de la Salvación, desde la lectura, estudio y reflexión. Un conocimiento amoroso, experiencial nos ayuda en crecer en la sabiduría de Dios, a través de la vida y reflexión de otros que son maestros espirituales en la tradición cristiana.

  • Vivir el apostolado como oración. Nuestra misión no es nuestra, sino ha sido confiada por Jesús a nosotros. Somos enviados. Y nuestras actividades concretas, sean más importantes o más insignificantes, nacen, se dirigen y se llevan a cabo desde Dios, en El y para Él. “Cualquier cosa que se obra en nosotros, es Cristo quien la obra. Cualquier cosa que hacemos es a Cristo a quien la hacemos” (Teilhard de Chardin).


María guardaba todas las cosas en su corazón.

En esta escuela de Jesús, han vivido tantos a lo largo de los siglos. La primera, María, que “guardaba todas esas cosas dentro de sí, meditándolas en su corazón. Y junto a ella, quisiera dejar algún testimonio orante de que es posible que nuestra vida, desde todas las circunstancias humanas, más o menos favorables, se vaya transformando en esta oración oblativa: “Aquí estoy, mi Jesús, para Ti”, oración hecha vida, vida transformada en oración.


«Nos has traído esta noche a este café donde has querido ser Tú en nosotros durante algunas horas… Y porque tus ojos despiertan en los nuestros, porque tu corazón se abre en nuestro corazón, sentimos cómo nuestro débil amor se abre en nosotros como una rosa espléndida, se profundiza como un refugio inmenso y acogedor para todas estas personas cuya vida palpita en torno nuestro… Entonces el café ya no es un lugar profano, un rincón de la tierra que parecía darte la espalda […] Atrae todo hacia ti en nosotros… Atráelos en nosotros para que aquí te encuentren. Dilata nuestro corazón para que quepan todos.»

Testimonio de Madeleine Delbrel

Oración en Westerbork. Deportada a Auschwitz: En medio del desastre y de la cruel persecución antijudía, oraba Etty Hillesum:

“Dios mío, tú que me has enriquecido tanto, permíteme también dar a manos llenas. Mi vida se ha convertido en un diálogo ininterrumpido contigo, Dios mío, un largo diálogo. Cuando me encuentro en un rincón del campo, con los pies plantados en tu tierra y los ojos elevados al cielo, el rostro se me inunda a menudo de lágrimas, única salida de mi emoción interior y de mi gratitud. También por la noche, cuando acostada en mi litera me recojo en Ti, Dios mío, lágrimas de gratitud inundan a veces mi rostro, y esa es mi oración”.

Irene omi

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