Estamos acercándonos a los 25 años de nuestro nacimiento como primera comunidad de oblatas. Las primeras mujeres que nos reunimos, en ese tiempo adolescentes con nuestros 20 años, poco más, comenzamos una aventura. Nadie sabía qué iba a pasar, y lo más nuclear: ¿Para qué nos llamaba el Señor en este amanecer del siglo XXI? Y como mujeres en un carisma de hombres, sacerdotes, religiosos, ¿cuál era nuestra identidad? ¿Y nuestra misión como mujeres consagradas en la Iglesia y en este mundo de hoy?
Un camino se iniciaba. Y como un bebé que comienza en su desarrollo a desplegar poco a poco todas las potencialidades que lleva en sí, nosotras empezamos a caminar. Como todo crecimiento es dinámico, y se van adquiriendo las capacidades en un proceso paciente. Como la semilla va creciendo lentamente, y tras un tiempo largo y de cuidado por el hortelano, da fruto abundante. Así podemos identificar nuestra llamada a la consagración y misión como mujeres dentro del carisma oblato.
Para San Eugenio, el ideal del “hombre apostólico” recogía en una palabra la vocación misionera del oblato, tal y como aparece en el Prefacio: “Están convencidos de que, si se formasen sacerdotes inflamados de celo, desprendidos de todo interés, de sólida virtud, en una palabra, hombres apostólicos…”.
Nosotras acogemos el Prefacio como semilla donde nace el despliegue del carisma, el manantial de donde brota el agua viva que se derrama hasta nuestros días. Y fue en nuestro primer noviciado, 2000-2001, sin ser todavía Instituto religioso, cuando reflexionando sobre nuestras CCRR, nos topamos con esta expresión oblata: “hombres apostólicos”. Hubo un incipiente discernimiento: ¿Qué resuena en nosotras? ¿Hay algo nuclear del carisma?
Sin embargo, había también una diferencia esencial: somos mujeres, consagradas. No somos sacerdotes a nivel ministerial, ni pretendemos serlo. Es verdad que para Eugenio, y para su Congregación, el sacerdocio marca su vocación, aunque no solo. ¿Cuál es la novedad que está inscrita en “nuestra semilla” como Misioneras Oblatas? De algún modo, solo el Espíritu sabe, movió a sellar en nuestras CCRR la realidad de ser llamadas a crecer como “mujeres apostólicas”. Y desde hace 20 años, vamos haciendo crecer una semilla, sin qué sepamos muy bien cómo, tal como nos refleja la parábola de Jesús (cf. Mc 4, 26-30).
Llamadas a profundizar en esta identidad, tal como también apuntamos en el último Capítulo, vemos en María, la mujer ejemplar como virgen y madre. Ella vive con fidelidad creadora su vocación y misión (cf C.46). Como María acoge dócilmente la Vida en su carne y sale a prisa a la montaña al encuentro de su prima, este fiat y magníficat abren paso a la salvación de Jesús que el mundo espera. Su vida y entrega nos abre a una nueva fecundidad como mujeres consagradas y como misioneras en un mundo que está pidiendo a gritos una esperanza y una vida, que solo Cristo puede ofrecer en plenitud.
Desde nuestra oblación, como identidad que unifica a la “mujer apostólica”, puedo descubrir dos movimientos: entregamos la vida porque la hemos recibido. Recibir, acoger la vida es un movimiento que está impreso en todo lo que soy como mujer, en nuestra corporalidad, en nuestro modo de relación. La fecundidad se realiza dentro, en una intimidad esponsal que se despliega en un salir de sí, en la maternidad espiritual. Nuestro ser “apostólicas” es ese salir al encuentro, al cuidado del otro, al acompañar al que sufre, es la entrega misionera de quien comparte la Vida recibida, y ese encuentro se torna fecundo.
Dejemos que su Espíritu siga haciendo brotar esta semilla para la vida del mundo. Semilla en crecimiento que será profecía de este árbol donde los pájaros pueden cobijarse y anidar en sus ramas.
Irene Aguilar OMI
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