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Amo con todo lo que soy

- ¡CON MI CUERPO TAMBIÉN!

El tema del amor está relacionado con el cuerpo y con la sexualidad que siempre suscitan mucho debate, independientemente del ámbito donde nos movamos, porque el amor pasa por el cuerpo. Una sonrisa, un guiño, una caricia, un beso, un acto sexual, todas ellas son expresiones del amor que se dan a través del cuerpo. Parece que el cuerpo humano es un canal privilegiado para transmitir y comunicar el amor. Los que nos hemos enamorado alguna vez en la vida, sabemos de qué va esto. No bastan las palabras, ni las ideas, el verdadero amor pide gestos, cercanía, se quiere tocar. No obstante, también tenemos otras experiencias: la de que no todo vale. Hay gestos y expresiones que son una caricatura del amor y su falsedad nos deja heridos y sometidos a un desengaño. Y como el amor es algo que nos toca en lo más profundo de nuestro ser, su ausencia también es algo que nos hiere en lo más hondo.

Nos complica la vida

Además, los que somos cristianos queremos amar bien. Pero lo de amar con el cuerpo, en el que experimentamos tantos deseos, pasiones, imágenes que nos obsesionan, palabras que nos perturban, no nos lo ponen fácil, más bien nos complica la vida. Por si fuera poco, y no es asunto menor, tenemos miedos: la angustia de no estar a la altura, que acompaña a la necesidad de afirmar la propia virilidad o feminidad; el temor a quedarse solo toda la vida, de no merecer ser amado; y un miedo poderoso y primitivo, ante la fuerza del deseo, que a veces da ganas de huir, de hacer como si nada de esto existiera o, en todo caso, como si no nos concerniera. Cuando el amor se acerca a la sexualidad nos ponemos a sudar la gota gorda, a menudo encerrados en el estrecho pasillo entre lo permitido y lo prohibido. ¿No sería más fácil si el amor fuera algo sólo espiritual? ¿Cómo encajarlo en nuestras vidas de hombres y mujeres llenos de deseos? ¿Cómo aprender bien esta gramática del amor que se expresa a través de nuestra sexualidad?


Un lenguaje a aprender

Como personas no sólo tenemos un cuerpo, pero somos nuestro cuerpo y éste nos permite un fascinante encuentro con el otro. Es el mismo cuerpo en el que Dios quiso encarnarse y vivir, el que se entregó por amor en la cruz. Esto nos da una clave importante y un horizonte adecuado para el tema que nos ocupa: el verdadero amor siempre es una entrega. Recibo al otro y me doy totalmente a él, en todas las dimensiones de la vida, también en dimensión sexual. La sexualidad es un lenguaje de amor, una comunicación, en la que a través de mis gestos y caricias le hablo a la otra persona de mi amor por ella y ella me responde. No es sólo una mera desinhibición de impulsos, de los que me tengo que liberar para tener unos segundos de gozo y placer.

Este lenguaje hay que aprenderlo. Tocamos no sólo el cuerpo del otro, pero todo lo que él es en su intimidad más grande. Es un lenguaje que requiere el arte para amar bien, requiere el respeto de los límites y fronteras del otro. Requiere caminar acompasando los pasos al ritmo de la persona amada. La sexualidad encierra en sí una promesa de liberación, pero ¿cómo alcanzarla verdaderamente y no caer en la trampa del sometimiento del otro a mis propias necesidades egoístas?


La pista que nos deja la Iglesia es la virtud de la castidad que paradójicamente es la palabra más desvirtuada de la historia. La temen hasta los mismos cristianos. Hoy en día muchos cuestionan su razón de ser. Y no, no se trata de no tener relaciones sexuales, o no sólo. La ausencia de relaciones no es igual al saber amar y ser virtuoso.

Según la definición más clásica, la castidad consiste en amar en el otro, solamente a él mismo. Es amarlo por lo que es y no por lo que me aporta. Así la castidad se convierte en una verdadera ascesis, sobre todo cuando pensamos que lo que nos mueve es la verdadera preocupación por el otro, pero quizás en el fondo, no nos damos cuenta, que miramos a la otra persona no como alguien a quien amar, sino que el amor hacia ella se ha tornado oportunidad de mostrar mis cualidades, o de cubrir la desordenada necesidad de ser necesario para alguien.


La castidad es una virtud liberadora. Ser libre, es ser capaz de hacer lo que quiero: lo que quiero profundamente, verdaderamente, no lo que me da la gana en un momento dado. Pero ¿qué es esto que quiero? En materia de sexualidad, hay tantas fuerzas en juego, que escapan de la voluntad, ser libre no es nada fácil. La castidad nos abre el horizonte para vivir una sexualidad verdaderamente liberadora. En efecto, cada uno podemos reconocer que si privamos la sexualidad de la castidad, entendida como este amar al otro sólo por él mismo, caemos en peligro de instrumentalizar a la persona. Lo que tenía que unirme al otro, entregarme a él, en el fondo nos aliena más (pensemos un momento en la pornografía, por ejemplo). Al contrario, un amor casto, un amor que no se apodera del otro, es un amor que nos descentra de nosotros mismos, y respetando la libertad de cada uno, nos abre a un encuentro verdadero.


Una belleza que atrae

Vividos desde la castidad, los gestos o su ausencia, ya no están motivados por la búsqueda del placer (mío o del otro), o por el temor a las represalias de Dios, sino por el empeño y la preocupación de que la persona amada sea más de lo que es ahora. Que mi gesto y mi caricia le permitan ser más la persona que está llamada a ser. La castidad nos enseña así que la sexualidad no es sólo una fuerza, sino que apunta a una dirección, en un sentido: enseñarnos a amar más en profundidad, ser un don para el otro. Por eso mismo es una virtud para todos los cristianos, no solamente para los que eligieron una vida religiosa.

Y como una verdadera virtud, requiere del esfuerzo, de la voluntad, del discernimiento y de la gracia. Y de posibles fracasos. Aquí no existen listas, prácticas permitidas o tipps tan populares hoy en día que garanticen el éxito. La castidad es un camino que se aprende y que requiere tiempo. Es poner nuestro amor en la perspectiva del amor de Dios que nos libera de nuestro egoísmo y nos ayuda a superar la tiranía del deseo y del sentimiento dándoles un sentido y una orientación más grandes que llevan a la comunión. La castidad forja en nosotros un amor y un corazón que se caracteriza por la belleza que atrae: en su forma de mirar, en el modo de sonreír, de enfadarse, de dialogar, de acoger, de acariciar, en definitiva, en todo lo que hacemos. Y como ya lo dijo hace tiempo Dostoievski, “la belleza salvará el mundo” y guardará el amor de la perversión.

Gran parte de estas reflexiones están inspiradas en el libro de Adrien Candiard, “La libertad cristiana” (capítulo 3). Resaltamos en cursiva las citas del libro.


Paulina OMI

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