Dos caras de la misma moneda
En el precedente articulo de esta serie, veíamos como el amor recibido es fuente de nuestro amor, tanto hacia nosotros mismos como hacia los demás. Veíamos cómo el amor de Dios, su mirada misericordiosa sobre nosotros nos lleva mucho mas allá del amor a nosotros mismos… hacia los demás. Pero… quiénes son: ¿los hombres? ¿Dios? ¿A quién damos prioridad? ¿Cómo entender la relación entre el amor a Dios y el amor a los hermanos?
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero (Mt 22,37-38)
El amor del hombre hacia Dios es siempre una respuesta. Él nos amó primero, gratuitamente, sin medida (1 Jn 4,19). Dios nos ama a cada uno, tal como somos, allí donde estamos, no porque somos amables, ni por nuestras acciones o méritos, sino porque Él es amor (1 Jn 4,16). Y todo el Evangelio no es otra cosa que la proclamación de esta Buena Noticia a través de la vida de Jesucristo.
Hablando del Evangelio… en él, encontramos otro indicio importante para continuar nuestra reflexión y saber cómo podemos amar a Dios: en Jesús, el amor divino se nos ha mostrado en un amor humano. En la humanidad de Jesús, Dios mismo nos ha expresado su amor con nuestras palabras, con nuestra carne. Madeleine Delbrêl tiene una expresión muy bella – y algo misteriosa, para expresar esta idea:
"El itinerario de ese Dios-Amor nos ha sido narrado hasta los últimos límites de nuestra carne, para que podamos, nosotros, hacer este mismo itinerario en sentido contrario, y desembocar en plena noche, pero en plena verdad, en el misterio de la caridad de Dios”.
Jesús nos ha mostrado el amor divino en un amor humano, para que podamos amar a Dios con nuestro corazón humano, amarle como Él quiere ser amado por nosotros. Esto puede parecer muy presuntuoso, pero no lo es, si comprendemos que es con el mismo amor de Dios, es decir, con su Espíritu que habita en nuestro corazón, que podemos amar a Dios… “Con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”.
Por eso mismo, la oración es algo tan importante para amar a Dios, porque ¿cómo recibiremos su amor si no nos detenemos ante el misterio de su presencia? ¿Cómo aprenderemos a amarle, si no miramos a Jesús, en su humanidad totalmente volcada hacia el Padre? ¿Cómo dejaremos que el Espíritu nos habite, si no le invocamos y no le abrimos la puerta?
Y el segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39)
Es Dios a quien amamos, es el amor de Dios el primer mandamiento; pero el segundo le es semejante… es decir: es sólo a través de los demás que podemos devolver a Dios su amor. Pero ¡cuidado! el amor al prójimo no es una consecuencia del amor a Dios, como si fueran dos etapas sucesivas, ni tampoco un medio para amar a Dios. Más bien, amar a Dios es como un “estado” en el que uno no puede no amar a los hombres. En realidad, si nos dejamos invadir por el amor de Dios, el amor de nuestros hermanos está ya en nosotros, porque Dios ama a todos los hombres en el mismo tiempo que nos ama a nosotros. Y ese amor abarca a todos. Por eso, un amor hacia Dios que no se concreta en el amor al hermano, -a todo hermano/a-, es un amor falso.
Quizá, algunos de los primeros cristianos ya no lo tenían tan claro, porque Juan les recuerda en su carta: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20). Y encontramos esta enseñanza de modo constante e insistente en toda la Tradición cristiana. Aquí, sólo un ejemplo más, de una homilía de San Juan Crisóstomo (siglo IV):
¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: Tuve hambre, y no me disteis de comer, y más adelante: Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer.
(San Juan Crisóstomo, homilía sobre el evangelio de san Mateo 5,3-4. La puedes leer entera en este enlace).
Madeleine (la misma que ya he citado más arriba, y cuyos escritos han inspirado mucho de lo que he escrito aquí) lo dice con una pizca de ironía: “Se nos ha explicado bien que todo lo que tenemos que hacer en la tierra es amar a Dios. Y para que no seamos indecisos, sin saber cómo hacerlo, Jesús nos dijo que la única manera, la única receta, el único camino, es amarnos unos a otros. Esta caridad, que es teologal, porque nos une inseparablemente a Él, es la puerta única, el umbral único, la entrada única al amor mismo de Dios.”
El amor en lo cotidiano
Quizá nos imaginemos que hay que hacer grandes cosas para amar a Dios. Sin embargo, como hemos subrayado, se expresa en el amor humano y en las pequeñas cosas de cada día. Christian de Chergé, uno de los monjes mártires de Tibhirine, en Argelia, nos habla de esa entrega cotidiana, en una homilía del Jueves Santo:
“¡Sí! Todos hemos vivido lo suficiente para saber que nos es imposible hacer todo por amor, y por lo tanto, para pretender que nuestra vida sea un testimonio de amor, un “martirio” del amor.
[…] Por experiencia, sabemos que los pequeños gestos a veces cuestan mucho, sobre todo cuando hace falta repetirlos cada día. Lavar los pies de los hermanos el Jueves santo, vaya y pase, pero ¿si hay que hacerlo cotidianamente? ¿O a todo aquel que llega? […] Ponerse un delantal como Jesús puede ser tan serio y solemne como entregar la vida… y a la inversa, dar la vida puede ser tan simple como ponerse un delantal.” (De Chergé, El martirio de la Caridad)
¿Quieres seguir este camino del amor que nos enseñó Cristo? Quizá puedes empezar con esta sencilla oración:
“Señor, invádeme con tu amor, para que pueda amar a los demás con y desde Tu mirada, con y desde Tu amor”.
Y luego, intenta ponerte al servicio, humilde y sencillo, del hermano que está en tu camino.
Laetitia OMI
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