Llegamos al final de esta reflexión sobre el mal. Retomemos las etapas de nuestro itinerario: constatamos en un primer momento cuanto la realidad del mal es misteriosa, inexplicable (ver ¿por qué a mí? El escándalo del mal). Intentamos describirla, quedándonos lo más cerca posible de nuestra experiencia humana.
En un segundo momento, advertimos que la cuestión del mal rebota en una cuestión sobre Dios, y vimos que los intentos de justificación del mal se quedan insuficientes frente al escándalo que provoca en nosotros: la cuestión del mal resiste a nuestros intentos de explicarlo (ver Dios y el mal, ¿qué tienen que ver?).
Es entonces cuando buscamos otro camino, otro modo de plantear la cuestión. El hombre siente que la realidad del mal no corresponde con el más profundo deseo de su corazón: ser llamado a la vida. Por eso, el hombre necesita expresar, ante Dios, su rechazo frente al mal. Incluso, en la Biblia encontramos este grito (Job). Así, el escándalo del mal no se afronta intentando justificar a Dios, dejándole fuera del problema, sino dirigiéndose a él, diciéndole Tú. Decirle Tú a Dios, es una oración, y la oración expresa siempre una confianza. La oración está a la espera de una respuesta. ¡Y Dios nos respondió! ¡Y cómo!
Así, hemos contemplado como el mismo Dios, en la persona del Hijo encarnado, Jesucristo, se hace sufriente con los hombres (ver ¿Cómo responde Dios al mal?). En la vida de su Hijo, Dios mismo se une a nuestro grito contra el mal. La respuesta de Dios, no es quedarse fuera del escándalo del mal, como si no tuviera que ver con él, sino que él mismo se revela como el primer adversario del mal, aquél que conduce la lucha, que no consiente al mal y que no le deja la última palabra.
Me gustaría terminar este recorrido planteando una cuestión, y esbozando algunas líneas de reflexión: ahora, ¿cómo podemos nosotros afrontar el mal?
Si volvemos a nuestra experiencia del mal y del sufrimiento, nos percatamos que siempre la vivimos como falta de sentido. Nos sentimos traicionados: parece que la vida no cumple sus promesas. Esta tentación es la gran mentira del Maligno, es la que nos hace caer en el mal. Y desconfiamos, buscamos un culpable, alguien a quien acusar y sobre quien cargar este mal que nos tambalea y que queremos rechazar y evitar. El problema es que haciendo esto, nos hacemos cómplices del mal… y así se perpetúa. Además, conecta en nosotros con nuestros miedos, también con un cierto rechazo de nuestra finitud. En fin, el mal provoca en nosotros la tentación de renunciar a la comunión y la comunicación con el otro, para encerrarnos en nosotros mismos..
Fijémonos una vez más en Jesucristo: no responde al mal con mal sino que perdona a sus verdugos, única manera de romper la cadena del mal que ata nuestra humanidad. Asumió nuestro grito contra el mal: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”; pero, expresándolo desde una confianza radical: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”.
Jesús nos marca un camino, en el que podemos aprender tres cosas importantes:
(1) Solo podemos afrontar el mal en el horizonte de esperanza que abre la resurrección. El tiempo pascual en el que estamos nos lo recuerda: nos abre a la esperanza de una vida más fuerte que la muerte, de un amor que vence al mal.
(2) El mal tiene mucha fuerza… una fuerza que puede arrastrarnos. Esto necesita por parte del creyente una fuerza de resistencia, y nos hace entrar en un verdadero combate espiritual. En este combate, Cristo luchó primero, y venció. Su victoria resplandece en el perdón y la reconciliación. Afrontar el mal es fundamentalmente rechazar la actitud que nos cierra al otro, y al Otro, y nos separa de él.
(3) Paradójicamente, el final de este combate es el abandono: deshacerse de su propia existencia, y ponerla en manos de Dios, en una actitud de confianza en Aquel que se ha revelado como Padre. Por el contrario, el combate contra el mal dejaría fuera nuestros límites, falibilidad, sufrimiento, fracasos… y entonces, sería el mal quien ganaría… Abandonarme es dejar que no sea yo quien ponga el criterio de éxito o fracaso de mis propios actos. Abandonar, una vez más es esperar en una Vida que no puedo darme a mí misma.
Siguiendo a Cristo, otros testigos nos enseñan el valor y la fuerza de una vida entregada, aunque parezca débil, sin sentido y fracasada… Si nos dejamos interpelar por ellos, nos hablarán de una esperanza más fuerte que el mal y que la muerte, la única capaz de darnos la fuerza para afrontar y resistir al mal, cuando parece que éste arrastra todo lo que hay alrededor. Son particularmente llamativos los ejemplos de resistentes al régimen nazi durante la segunda guerra mundial. Uno de ellos es Dietrich Bonhoeffer. Nos dejó cartas y notas de su cautividad, que están reunidas en un libro: Resistencia y abandono. Dice:
“no podemos fijar, una vez por todas, el límite entre resistencia y abandono: ambos han de coexistir y practicarse resolutivamente. La fe exige esta actitud flexible y viva. Es así como podemos soportar y hacer fecunda cada situación que se nos presenta”.
Otro ejemplo es el de Franz Jägerstätter cuya historia ha sido relatada en la película Vida oculta de Malick (película que os invito a ver para profundizar en este tema).
Llegamos al final de nuestra reflexión sobre el mal. Nos ha llevado hasta el martirio (etimológicamente, “testimonio”)… El mártir es el testigo del amor que no consiente el mal, incluso ante la amenaza de la muerte. Como dice el libro del Apocalipsis, son los “santos”, los que “no amaron tanto su vida que temieron la muerte” (Ap 12,11).
Esta vez no te voy a dejar preguntas, sino que te invito a dejarte cuestionar, y a formular tus propias preguntas, dudas, ecos de todo lo que hayas leído.
Laetitia OMI
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